Poemas del gibareño Jorge Alberto Pérez Hernández.

abril 06, 2022



     "Extinción"

Un rayo de luz cruza el firmamento,

deja todo el cielo limpio, sin imágenes.

Solo hay luceros fríos que van huyendo.

Las estrellas tiemblan

y caen al inerte mar.

Es la última vez que el mar refleja la noche.

Olas tristes y aturdidas.

El mar tiene muerte en su fondo,

su color ahora es pálido,

corre ensangrentado

hacia la gran herida del ocaso.


                    "Desde la cumbre"                             

Viajantes de la corte celestial

Materias humildes dormidas en el espacio

Con corazones imberbes,

Brecha por donde se destila

La túnica de la agonía,

Lluvia escarlata y generosa

Sobre las hojas más sensibles

De los árboles 

Sueño irrealizable

Sin sonrisa

Vida quebrada

Alma agrietada

Tu figura va a la cripta

Clara, refulgente

Y saldrá un ramo de ternura hacia el firmamento

Coronado de emociones y de inmensa tristeza.


   "Viento"

Viento... Viento veleidoso!

Tan pronto arrulla apacible

como ruge enfurecido.

Él sabe hacerse brisa

para acariciar sensual

y volverse huracán

para azotar despiadado.

Hoy, viento caprichoso,

he seguido tu ruta,

lejos de la prosa asfáltica

de mi leprosa calle.

Te he visto peinar primoroso

el cabello azabache de esta niña

que contempla celosa

los rizos dorados

de una mar que se bebe

todo el sol deslumbrante

de una alborada azul.

Y te he visto embrujar a esa pequeña

enmarañando alocado

su luenga cabellera.


   "Camino a la aldea"

Embrujado por la belleza de un paisaje ensoñador,

respiro sensual el aire puro

perfumado de aromas ignotos.

Escucho el gemido misterioso de los árboles del bosque,

sienten sus ramas el cosquilleo juguetón

de un vientecillo acariciante.

Camino por entre grutas de agudos dientes de perro,

de bocas iracundas, famélicas.

Las aguas de dorados riachuelos

discurren lentamente lamiendo con deleite

un limo verde con un tentador sabor a menta.

Vagan perezosas las reses a su antojo

por la extensa campiña.

A lo lejos yace la aldea acurrucada en el valle pacífico

donde la hierba despliega pródiga sus tonos de esmeralda.

La poesía luminosa, exuberante, de un entorno magnético,

se torna prosa negruzca y deprimente

en las humildes viviendas

de paredes hechas con troncos de vetusto roble

y tejado de paja mortecina,

sin pestillos en las puertas, sin troncos en las ventanas.

Las gentes se bañan de sol

con los postreros rayos del astro rey

que agoniza sangrante en un horizonte remoto.

Cuando la oscuridad engulla la última luz diurna,

encenderán sus arcaicas lámparas de bronce

y en el fondo de mis ojos surgirá

una fantasía de pequeñas lunas desprendidas del cielo.

La aldea se hunde en un silencio

picoteada por grillos noctámbulos y por pájaros insomnes,

ahogada en la noche de oscuridad perenne.

Los campesinos duermen y seguirán durmiendo,

anestesiados en una inmovilidad que aniquila sueños

y transforma ilusiones en quimeras imposibles.






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